Cosmovisión indígena, Ancestral Avant-garde:

Un proyecto para otra forma de existencia

La cosmovisión: no una imagen, sino su aliento

Lo que aquí llamamos “visión del mundo” es más que una opinión. Para los pueblos amazónicos es una práctica vital de pertenencia, la cual podemos nombrar como Cosmovisión indígena, Ancestral Avant-garde. Es la certeza de que el ser humano no es dueño de la naturaleza, sino un pariente entre parientes. El jaguar, el río, la selva y el cielo estrellado no son recursos ni decorado. Son personas con voluntad propia, con historia y con voz.

Desde esta mirada no existe materia inerte. Todo está animado, lleno de espíritu. Una piedra guarda memoria, un árbol transmite mensajes, un río juzga y ofrece vida. Esta base animista no es una superstición primitiva, sino una forma profunda de atención. Exige respeto en cada acto: se pronuncia una oración antes de talar un árbol; se agradece al animal que entrega su vida para el alimento. Es un ethos de reciprocidad, un intercambio continuo de dar y recibir que mantiene en equilibrio la red de la vida.

El arte como nudo en la red

El arte indígena amazónico que usted ve aquí tejido en esta red. No habla desde fuera de esa conexión: la anuda. Cuando un cuenco de cerámica adopta la forma de un pez que se transforma en motivos vegetales, no se trata de una simple decoración. Es la representación de una verdad: todo se transforma en todo. Los límites entre las especies, entre lo interior y lo exterior, entre quien sostiene y lo sostenido, se desdibujan.

Los motivos espirales que regresan una y otra vez, las líneas que fluyen unas en otras, no narran objetos, sino relaciones y transiciones. Muestran el mundo como un único acto de nacimiento continuo, en el que la muerte no es destrucción, sino una transformación necesaria. En estos diseños podemos cuestionar nuestra propia idea occidental del tiempo como línea recta del pasado hacia el futuro. Por el contrario, el tiempo se revela como círculo, espiral, un flujo constante de surgir y desvanecerse en el que todo está entrelazado.

El espejo de la existencia: el arte como medio de autoconocimiento

Cuando nos dejamos alcanzar por esta mirada, ocurre algo extraño. La extrañeza inicial se disipa y empezamos a ver el arte ya no como un objeto ajeno, sino como un espejo que refleja nuestra propia y profundamente olvidada pertenencia.

De pronto, nuestra experiencia cotidiana de separación – entre yo y tú, entre ciudad y territorio, entre mente y cuerpo – deja de parecer obvia y se revela como una forma de miopía cultural. El arte nos hace intuir que somos nudos en una red viva mucho más amplia. El aire que ahora respiramos circuló ayer en las hojas de la Amazonía. El agua de nuestro cuerpo fue alguna vez parte de un río antiguo.

En ese momento, la conciencia ecológica se transforma. Ya no es la mala conciencia de un propietario que ha descuidado su jardín, sino la atención cuidadosa de un miembro de la familia hacia quien está enfermo. La destrucción de la selva tropical deja de ser una noticia lejana para convertirse en la herida de un pariente.

Una invitación a ver diferente

Este arte no nos impone una exigencia. Abre una posibilidad. Nos invita a quitarnos por un momento las gafas de la separación y a ver el mundo como estas culturas lo han vivido y experimentado desde hace milenios: como un todo sagrado y sensible, en el que todo se comunica con todo.

Al final de nuestra visita quizá no nos llevemos solo el recuerdo de formas fascinantes. Nos llevamos una pregunta: ¿Cómo serían nuestra vida, nuestra economía, nuestra ciencia, si no solo reconociéramos intelectualmente esta vinculación fundamental, sino que la convirtiéramos en la base de nuestra manera de actuar? El arte no da una respuesta. Pero sostiene el espejo en el que podemos alcanzar una primera comprensión decisiva: no estamos separados. Nunca lo estuvimos.

Brus Rubio,El Guia Espiritual. Un viaje entre dos mundos.

El guía espiritual: el cosmos como organismo vivo

Esta obra despliega un mundo concebido como un organismo vivo. La isla de hojas, agua y cuerpos no es solo escenario, sino un ser que sostiene a su comunidad. Las personas no aparecen como dueñas de la naturaleza, sino como una flor que brota de este cuerpo: protegida, pero también responsable.

El guía espiritual, que carga y pone en movimiento este entramado, vincula los diferentes planos. En su figura se funden animal, planta, ser humano y embarcación en un solo cuerpo. No es un individuo, sino un movimiento: la fuerza que hace circular saberes, memorias y cuerpos entre los mundos.

El umbral de los retornos

A la izquierda se abre un umbral luminoso, enmarcado por una vegetación densa. Hacia allí se dirigen las aves, como si almas, pensamientos o cantos regresaran a un origen. Ese umbral es al mismo tiempo inicio y punto de retorno: un depósito de experiencia, un lugar de renovación. Lo que emerge del mundo de las visiones no se pierde en la nada, sino que vuelve a un espacio que resguarda.

El hombre que fuma tabaco sobre la isla marca el umbral entre el viaje visible y el invisible. El humo que se eleva vuelve tangible la conexión: un aliento que se prolonga hacia otra dimensión. La procesión sobre el lomo del ser y el movimiento interior de la visión son dos rostros de un mismo desplazamiento.

Vanguardia ancestral: el cuerpo total

La pintura propone no pensar naturaleza, comunidad y espiritualidad como esferas separadas. El bosque aparece como cuerpo, los ríos como venas, la comunidad como flor delicada de ese todo. El mensaje es a la vez sencillo y radical: quien protege el bosque protege la memoria de los ancestros; quien respeta los ríos cuida el cuerpo que sostiene toda vida. Desde esta perspectiva, el arte amazónico se vuelve una “vanguardia ancestral”: un lenguaje visual que traduce el saber ancestral en una imagen clara, densa y profundamente moderna del mundo como tejido de interrelaciones.

La invitación a otro orden

Cuando nos volvemos hacia esta imagen – no con la mirada analítica del historiador del arte, sino con la paciencia de un huésped que empieza a escuchar una lengua desconocida, ocurre algo extraño. La extrañeza inicial no se disuelve en una comprensión ya familiar, sino en la sensación de ser invitados a otro orden.

Empezamos a notar cómo las categorías firmes de nuestra realidad aquí pierden vigencia. El guía espiritual no es ni animal, ni planta, ni máquina, sino el aliento vivo de la selva misma. La comunidad sobre su hombro no es una aldea separada de la naturaleza, sino su fruto más maduro. El hombre que fuma no es un individuo que consume una planta; es el nudo donde el saber ritual de los humanos y el “espíritu del tabaco” se entrecruzan.

La lógica de los límites

En este orden, los límites no se disuelven por falta de precisión, sino porque están trazados desde otro principio. No entre sujeto y objeto, entre vivo e inerte, sino entre distintas formas de manifestación de una misma realidad animada, como lo sugieren las aguas y los seres que circulan en la pintura. El río sobre la isla, el mar que lo sostiene y la lluvia que puede brotar del umbral no son elementos distintos, sino modos de existencia de una misma agua sagrada de la vida.

Un mundo lleno de vida y respuestas

Aquí no se representa “la naturaleza”. Aquí se hace presente un mundo animado. Un mundo en el que todo, la piedra, el árbol, el río, el ancestro en la puerta, posee intención y voz. Un mundo que no está hecho de materia muerta que el ser humano deba vivificar, sino que está ya lleno de vida y de respuestas, dispuesto a hablarle a quien esté dispuesto a escuchar.

La reflexión existencial: cuando la imagen comienza a mirarnos

Este sentimiento es más que una impresión estética. Es un espejo existencial. De pronto, nuestro mundo cotidiano – marcado por la estricta separación entre yo y entorno, entre mente y cuerpo, entre lo sagrado y lo profano – deja de parecer una evidencia y se muestra como una forma determinada, quizá incluso estrecha, de percibir.

La pintura no nos plantea una pregunta que pueda responderse solo con la razón. Nos interpela en nuestra forma de existir: ¿qué cambiaría si no percibiéramos nuestra realidad como un conjunto de objetos separados, sino como un tejido vivo que se comunica? ¿Si entendiéramos al bosque no como recurso, sino como pariente, y al río no como cauce de agua, sino como maestro?

En el silencio ante esta imagen, por un instante fugaz, este otro orden no solo puede pensarse, sino sentirse. Y en ese sentir se siembra la primera semilla de un cambio en nuestra relación con el mundo.

La invitación a otra piel

Esta contemplación no nos deja intactos. Plantea, de manera suave pero ineludible, la pregunta: ¿qué ocurre en nosotros cuando permitimos, aunque sea por la duración de una respiración, frente a la imagen, esta visión no dual?

Es como si, por un momento, nos pusiéramos otra piel. La piel de la separación, que nos hace aparecer como individuos aislados en un mundo de objetos, se vuelve porosa. La propia existencia ya no se siente como un punto frente al mundo, sino como un latido dentro de él.

El aire que inhalamos parece ser el mismo aliento que recorre el follaje del guía; el cuerpo deja de ser bastión y se vuelve un nudo en una red de relaciones: con el alimento, el agua, el aire, la historia.

Síntomas de la mirada que separa

Así se abre una segunda pregunta: ¿podría esta perspectiva ser algo más que una experiencia estética fugaz, un correctivo necesario para nuestra forma separadora de ver el mundo? Nuestro mundo moderno, marcado por la eficiencia, la extracción y la creencia en la exclusividad humana, se sostiene en la separación: sujeto y objeto, cultura y naturaleza, ganancia y costo. La destrucción ecológica, la sensación de extrañamiento y la soledad no son fallos del sistema, sino síntomas de esta forma de percibir.

La visión indígena, tal como la respira esta pintura, no ofrece una receta técnica. Ofrece algo más básico: un modelo de percepción en el que la sanación y la destrucción se sienten desde dentro. Si el río es un pariente, su envenenamiento es mi envenenamiento. Si el bosque es el cuerpo que me sostiene, su tala es una amputación.

La práctica de la vinculación

El correctivo no reside en una nueva ideología, sino en una nueva sensibilidad. Se trata de ejercitar una mirada que vive la vinculación no como concepto, sino como certeza corporal. El desafío de esta pintura no es arqueológico (“Así pensaban otros en el pasado”), sino actual: ¿podemos aprender, al menos en instantes, a salir de la piel de la separación e ingresar en la piel de la vinculación?

La pintura no da respuesta. Pero sostiene el espejo de una posibilidad. Invita a cuestionar la suposición más fundamental –que estamos separados–. De esta sola apertura podría nacer todo lo demás: una acción más responsable y un respeto más profundo hacia el mundo, los otros y nosotros mismos.

Author Rolf Friberg.

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